viernes, 24 de julio de 2009

¿Alguien sabe quién fue Cosme Budislavich?

Por Luciano Zdrojewski, Ana Guerra y Joaquín Gómez

Nombres de calles, plazas, estaciones y monumentos nos cuentan historias y la historia es también un espacio de conflicto, de lucha y enfrentamiento por dar forma al mundo en el que vivimos. Además de la estación Darío y Maxi, muchas otras intervenciones disputan ese poder de nombrar dando batalla por la construcción de nuestra identidad.

El principio de una historia

Hace más de 100 años, el 20 de octubre de1901, los trabajadores de la Refinería Argentina de Azúcar de la ciudad de Rosario se declararon en huelga en reclamo por mejoras en las condiciones de trabajo. Para evitar que los rompehuelgas entren a la fábrica, los obreros armaron un piquete en la puerta de las instalaciones impidiendo el ingreso al lugar. Los dueños de la empresa consideraban la situación insostenible por donde la vieran: la fábrica así cerrada les hacía perder demasiado dinero, pero aceptar los reclamos significaría algo peor, la derrota a manos de los manifestantes. Así, el pedido de orden y seguridad de los empresarios no tardó en llegar a oídos del gobierno. Rápidamente, la policía rosarina movilizó sus fuerzas para limpiar el piquete, la libertad de negocios era prioridad ante los derechos de los trabajadores.
Ahora están frente a frente, policía y manifestantes. Los obreros esperan inquietos a ver qué sucede, su plan no es iniciar un enfrentamiento pero se defenderán de ser necesario.
En cambio, las fuerzas represivas estan ahí con un objetivo bien claro: despejar la entrada
cueste lo que cueste, esa ha sido la orden. La policía mueve primero, provocar se llama el juego, e intenta capturar a los líderes de la protesta. Los obreros no pueden más que responder y salen a defender a los suyos. Bastonazos, puños, piedras y escudos, los golpes policiales intentan abrir el piquete pero los trabajadores resisten tenazmente, por lo menos hasta que llegan los caballos y con ellos los disparos. De ahí en más todo es gritos, corridas y salvajismo policial. En medio del tumulto, del caos y el miedo es asesinado el obrero Cosme Budislavich, un inmigrante eslavo de 34 años, un balazo en la nuca le reventó la cabeza mientras trataba de huir de la carga policial. Así fue como cayó la primera víctima de la represión a los trabajadores organizados en la Argentina.
Se podrá discutir si fue verdaderamente el “primer” asesinado del movimiento obrero o no. Es posible que Budislavich no lo haya sido, quizás simplemente no exista un/a primero/a en estas cosas. Pero no traemos su recuerdo para discutir esta cuestión, sino porque su olvido es todo un símbolo y de eso queremos hablar: de la Historia y de cómo el presente recuerda al pasado. Preguntarnos por qué razón nadie conoce hoy a Budislavich, por qué un hecho tan emblemático de nuestra historia nos resulta tan extraño nos obliga a interrogarnos por lo que recordamos en su lugar, quiénes son aquellos que reconocemos como parte de nuestro pasado y por qué razón se eligieron determinados nombres y hechos y no otros.
Así nos acercamos a la pelea por el cambio de nombre de la estación Darío y Maxi (ex Avellaneda). Casos como el de Budislavich nos lleva a preguntarnos de qué depende que dentro de algunos años Darío Santillán y Maximiliano Kosteki sigan presentes en nuestra memoria colectiva y no sean, finalmente, olvidados como tantos otros antes que ellos. Una cosa es clara, si no queremos que esto suceda, si buscamos evitar que en 30 años los sucesos del 26 de junio de 2002 sean tan extraños a la gente como nos resultan a nosotros los del 20 de octubre de 1901, debemos plantear la discusión de cómo hacemos para impedirlo, de cuál es significado político de recordar y cuál el de olvidar, a quienes conservamos en nuestra memoria y a quienes expulsamos de ella.
La Historia, un territorio en lucha

Los espacios que transitamos cotidianamente nos cuentan historias, están repletos de referencias a personas, fechas y acontecimientos del pasado del país que reflejan una imagen precisa de lo que, según algunos, deberíamos creer qué es la Argentina y la gente que vive acá. Estos símbolos (aunque no son los únicos) tienen el poderoso efecto de construir identidades específicas, actúan para que cada uno de nosotros aprenda a través de ellos valores, ideas y versiones del pasado que influyen en la manera en que pensamos en el presente. Las calles, las plazas, los barrios, las estaciones de trenes, todo tiene algún nombre puesto. También los edificios estatales, las escuelas, los lugares donde se hacen trámites, los hospitales, casi todo está ya nombrado. De ahí que podríamos elegir cualquier lugar definido, listar sus nombres e identificar qué es lo que recuerdan y qué es lo que olvidan, quién los nombró y qué identidades involucran. Los monumentos y las placas también hacen lo suyo, recordando algún suceso ocurrido allá lejos o no tanto en el tiempo; incluso los billetes que usamos todos los días están inmersos en este juego. Estos mismos espacios, así producidos, así ordenados, son también escenarios del conflicto social, de lucha y enfrentamiento político por dar forma al mundo en el que vivimos.
Hay una multiplicidad de gestos, de acciones y de combates que intervienen en el espacio así dispuesto, son acciones encaminadas a apropiárselo, renombrarlo o al menos discutirlo. Aparecen los grafittis que escrachan la figura inmutable de muchos monumentos, la instalación de baldosas, placas y carteles recordando luchadores sociales del pasado, la pintura de murales que marcan presencias donde algo estaba ausente, y hasta campañas abiertas por renombrar espacios como es el caso de la estación Darío y Maxi. Todas estas intervenciones pueden verse como una red de acciones que disputan el poder de nombrar las cosas, al mismo tiempo que dan batalla por las identidades construidas en cada una de ellas.
Estas acciones que promueven una historia a contrapelo surgen constantemente y por todos lados, muchas han permanecido a través del tiempo mientras otras tantas resultaron efímeras sin dejarnos mayores rastros. Algunas son realizadas a través de campañas abiertas que implican meses o años de militancia y otras se dan de manera clandestina en una noche fugitiva, así en pequeños pueblos como en grandes ciudades, llevadas a cabo por pequeños grupos como por grandes multitudes. La lucha por la apropiación simbólica del espacio, estos actos de historización colectiva suceden, aunque no sea en forma coordinada, en todo el país y a lo largo del tiempo.
Un claro ejemplo de esta disputa es la que se da en torno a la figura del coronel Ramón Lorenzo Falcón, una fiel muestra de lo que reflejan los monumentos actuales. Falcón fue un cadete brillante del Colegio Militar de la Nación, sus excelentes notas le ganaron la distinción de graduarse con honores en 1873, convirtiéndose en el primer egresado de aquella institución. En su carrera como militar formó parte de las llamadas “Campañas al Desierto”, en las cuales el ejército argentino realizó una auténtica limpieza étnica en tierras patagónicas. En servicio, dedicó valiosos años de su juventud a conquistar aquel extenso territorio para el estado nacional, la oligarquía terrateniente y sus socios extranjeros. Al volver a la ciudad de Buenos Aires se retiró del ejército y continúo su vida política como diputado, hasta que en 1906 fue designado como Jefe de la Policía Federal. Mano dura contra el desorden y poner fin a la subversión anarquista y socialista eran los objetivos planteados. Al mando de aquella institución, manejó con severidad las uerzas represivas, liderando en persona los cientos de salvajes desalojos que se sucedieron durante la huelga de inquilinos en 1907 y la masacre del 1º de mayo (Día del trabajador) de 1909, cuyo saldo fue el asesinato de 12 manifestantes y 105 heridos. Este hecho dio inicio a una huelga general que duró más de una semana y a los enfrentamientos que tiempo después fueron conocidos como “La semana roja”. A pesar de su responsabilidad en aquella masacre y el arraigado odio popular hacia su persona, Falcón tenía el apoyo de los poderosos, lo que le garantizó la continuidad en el cargo. Así, continúo su aporte al país clausurando periódicos, locales e imprentas de diversas organizaciones políticas, aplicando la antidemocrática y xenófoba ley de Residencia, por la que se expulsaba del país a inmigrantes que se acusaba de perturbar el orden público. Pero su vida no iba a continuar mucho tiempo más, el 14 de noviembre de 1909, Simón Radowitzky, un joven anarquista ruso de 18 años, decidió ajusticiar a tan cruel ser humano y le arrojó una bomba a su carruaje. Ramón Falcón y su secretario privado, Alberto Lartigau, murieron debido a la explosión. Para el Estado argentino, su vida ejemplar y su trágica muerte a manos de “la subversión” no podía ser olvidada así nomás y la figura de aquel hijo pródigo de la Nación se elevó por los cielos: surgieron monumentos y placas en su memoria, por todos los rincones del país calles, plazas, pueblos, colegios e incluso hogares de huérfanos se nombraron en su honor. La academia de la Policía Federal también recibió su nombre y su vida se convirtió en el modelo a seguir de todo agente del orden. Así Falcón fue proclamado héroe y santo de los argentinos y pasó a ocupar su lugar en los altares de la patria.
Pero aquellos tributos al genocidio, al racismo, la xenofobia y la persecución política no han permanecido impolutos. Frente al cementerio de la Recoleta, en Capital Federal, al monumento en su homenaje se le pintó hace tiempo la inscripción Simón vive junto al símbolo anarquista. También en Buenos Aires, la calle “Coronel Falcón” fue varias veces intervenida con carteles que la reemplazaban por Simón Radowitzky y actualmente existe una campaña por internet de vecinos del barrio que buscan cambiar definitivamente su nombre. La plaza “Ramón Falcón” en el barrio de Floresta pasó a llamarse Che Guevara después de una extendida discusión entre los vecinos y una votación con urnas distribuidas en colegios, lugares de trabajo, centros culturales, plazas, comedores populares, etc. donde se eligió por voto popular la nueva designación.
Otro ejemplo más conocido es el del dos veces presidente, ministro de guerra y senador General Julio Argentino Roca. Además de ser uno de los mayores responsables políticos y militares del genocidio indígena en la Patagonia, siendo presidente aprobó leyes represivas como la Ley de Residencia, impulsó la persecución política, el racismo y representó a la oligarquía nacional y extranjera defendiendo sus intereses. Su decisiva acción para construir una Argentina moderna, blanca y capitalista fue retribuido por los sucesivos gobiernos a través de una cantidad incontable de reconocimientos públicos. Al igual que con Falcón, pueblos, monumentos, placas, escuelas, hospitales y todo los demás honores adecuados a un padre de la Nación fueron erigidos en tributo al gran Julio Argentino Roca.
Pero el pueblo no olvida. En el sur argentino, el monumento que lo recuerda en pleno centro cívico de Bariloche es constantemente asediado con grafittis en castellano y mapuche. También en San Francisco, Provincia de Córdoba, se pelea porque el “Boulevard Roca” pase a llamarse Pueblos originarios y proyectos similares se impulsaron en las localidades de Rojas (Buenos Aires) y Concordia (Entre Ríos). En Capital Federal se alteran constantemente los carteles de la calle “Diagonal Roca” escribiendo Pueblos Originarios y una campaña pública busca instalar un monumento dedicado a la Mujer Originaria en el lugar donde actualmente se encuentra el bronce de Roca (también intervenido constantemente) en Capital Federal. Un proyecto de ley busca, entre otros objetivos, la destrucción de todos los monumentos con la figura de Roca y el reemplazo de denominación de calles, plazas, parques, museos y escuelas que llevan su nombre. Esto incluiría, por ejemplo, cambiar las imágenes de los billetes de 100 pesos, donde de un lado se conmemora “La campaña del desierto” y en el otro a su responsable político y militar, Roca.
Una figura que pasa más desapercibida dentro de esta elite represora, tan honrada por los monumentos nacionales, es Nicolás Avellaneda. Defendido por muchos como “hombre de cultura”, aficionado a las letras y portador de un talante noble y valeroso, suele dejarse de soslayo que fue bajo sus órdenes que personajes como Roca y Falcón se lanzaron en sus carreras genocidas. Avellaneda organizó y ordenó el genocidio. Pero hay otro rasgo de su carácter que sin dudas ha dejado continuadores y no se tiene del todo presente. Hablando con una claridad que hoy es difícil encontrar en los gobernantes, en ocasión de la inauguración de la Asamblea Legislativa del año 1877 Avellaneda entonó un discurso presidencial que se convertiría en doctrina soberana, el mismo concluía: “Los tenedores de los bonos argentinos deben, a la verdad, reposar tranquilos. La República no tiene sino un honor y un crédito, como sólo tiene un nombre y una bandera ante los pueblos extraños. Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y sobre su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. La enseñanza fue retomada: pagar la deuda externa es más importante que garantizar la alimentación del pueblo. A pesar de esto, el cuestionamiento a los múltiples tributos que se erigen a su nombre no surgió en una impugnación de su figura. Tuvo su origen, en cambio, cuando un espacio que llevaba su signo, por razones de lo más burocráticas, ya que se trata de la estación de trenes de la ciudad de Avellaneda, comenzó a ser reclamado por la lucha popular.
Muchos otros ejemplos de intervenciones callejeras disputan o disputaron también el derecho a nombrar y a recordar. Por ejemplo, en el Parque Lezama de Capital Federal hay un monumento a Pedro de Mendoza con un paredón detrás que tiene la imagen de una mujer indígena desnuda, el gran conquistador está con una rodilla levantada y la espada clavada en la tierra. Hace unos años a Pedro de Mendoza le pintaron de rojo la punta de la espada y parecía que chorreaba sangre por el monumento (que tiempo después fue restaurado y la espada limpiada). En Bernal, partido de Quilmes, hay una estatua a Colón que comúnmente tiene graffitis alusivos al genocidio indígena y manifestaciones contra el colonialismo. Durante el 2002 una asamblea barrial tapó carteles de la calle “Roosevelt” (presidente norteamericano entre 1933 y 1945) por inscripciones que decían Pueblos originarios. También la plaza del barrio de Flores en Capital que lleva el nombre de Pedro Eugenio Aramburu –personaje central de la Revolución Fusiladora que en 1955 derrocó al gobierno peronista y que fue años después ajusticiado por Montoneros-, fue rebautizada allá por el 2002 como Plaza 20 de diciembre. Actualmente, cerrada e intransitable por los arreglos de la Municipalidad, el nombre de Aramburu está tachado y reemplazado por el de Vallese, en homenaje al obrero metalúrgico detenido desaparecido en 1962. También en San Isidro la calle “Aramburu” fue rebautizada durante algunas semanas cercanas al 17 de octubre por Combatiente Montonero.
El nosotros de las historias
Los relatos sobre el pasado tienen el poderoso efecto de crear lazos de afinidad y pertenencia hacia un grupo, lugar o persona. Así, por ejemplo, cuando somos chicos entre todas las experiencias que nos ayudan a conocer el mundo, las historias familiares que nos cuentan abuelos, tíos, padres o vecinos no son menores en importancia. Gracias a estos cuentos comenzamos a ver cómo esta compuesta y de qué manera funciona la sociedad, al igual que nos vamos identificando con gente, lugares, oficios o profesiones, culturas, religiones e ideas políticas. Aprendemos tradiciones, nos sentimos afines con otras personas que han escuchado historias similares, nos identificamos con un pasado al que consideramos nuestra Historia. De esta manera, forjamos nuestra identidad como individuos, pertenecemos a una familia, a un barrio, ciudad, país, pero también a una clase social y cultura determinada. Los relatos del pasado más generales, aquellas historias que dan cuenta de los sucesos de un país o de una clase social, también tienen esta influencia sobre quienes las aprenden, ayudan a que una sumatoria de individuos dispersos se conformen como grupo específico al otorgarles una identidad común, una memoria colectiva en la cual verse reflejados. Como todos compartimos el mismo pasado, entonces presente y futuro nos verán ligados. Es por eso que al contar historias estamos trazando puentes con el pasado que iluminan y dan solidez a un nosotros. Los relatos así construidos nos invitan a identificarnos con determinados ancestros, a reconocernos en algunas personas, eventos y acciones, o, por el contrario, a rechazar o ignorar ciertos personajes y sus realizaciones. Por otro lado, cualquier historia implica también el olvido de ciertos aspectos del pasado, ya que no es posible recordarlo todo: de lo sucedido seleccionamos aquellos hitos que tienen sentido para nosotros. De esta manera, al recordar, se pone en juego el modo en que las personas se piensan a sí mismas, a quiénes consideran miembros de su grupo de pertenencia y a quiénes prefieren ignorar o mantener alejados.
En los casos que nombramos antes, sea Ramón Falcón, Julio A. Roca o Aramburu, la cuestión no es solamente que se homenajee a semejantes personajes en nombres de calles, plazas o monumentos sino también cuál es la historia que representan, qué relato es el que implican y a qué nosotros pertenecen. Un jefe de policía que ordena desalojos o represiones, un militar que encabeza la masacre de pueblos indígenas, otro que combate encarnizadamente la organización del pueblo ¿a qué nosotros representan o qué identidad buscan construir y sostener? Las tierras se privatizaron luego de las campañas al desierto y se repartieron entre una centena de familias poderosas, se pusieron a producir para el mercado mundial y se proletarizó a la población para que trabaje en ellas. La Revolución Fusiladora no sólo se dedicó a reprimir por las armas sino que también implicó el avance del poder de las empresas sobre las condiciones de trabajo y de la vida entera de la población. El nosotros que implican Roca, Falcón y Aramburu es el del Estado y el mercado. El nosotros que implican Roca, Falcón y Aramburu es el de la represión estatal y patronal a toda lucha social. Y es también el de una historia hecha por individuos y protagonizada
centralmente por varones.
Al mismo tiempo, Simón Radowitzky, el Che Guevara, los pueblos y la mujer originaria, Darío y Maxi, las marcas y nombres que buscan contrarrestar o terminar con esa otra presencia quizá forman parte de otro nosotros en construcción. Un nosotros que se afirma en una trama organizativa que nos comunica y dentro de la que vamos consolidando una cultura propia, antagónica al racismo, al sexismo, al mercantilismo y al individualismo. Un nosotros que es constantemente un desafío.
La destrucción y la construcción, dos vías para la acción
En este punto es válido volver a preguntarnos por la efectividad de los monumentos, ya que hoy día pocos reconocen a la gran mayoría de ellos y parece acertado pensar que tirar una escultura abajo o cambiar el nombre de una calle (por más justo que esto sea) poco está cambiando de la realidad social.
Pero la significación de los monumentos no se agota en su existencia, en lo que ellos significan y enseñan, ya que en definitiva el problema no se reduce a elegir nombres bonitos ni a construir grandes y bellas esculturas, sino a qué hacemos en torno a ellos y que sentidos les damos. La importancia fundamental de estas intervenciones reside en los movimientos de los vivos que se generan en torno a los monumentos, en la oportunidad de pensar, problematizar y actuar en torno a la historia y la construcción simbólica del mundo en que vivimos. Es la lucha política por los espacios públicos y la puesta en cuestión del orden vigente los efectos buscados en cada uno de estos actos.
Entonces, en relación a los monumentos tenemos al menos dos vías de acción política: la destrucción y la construcción. Como en todo, a veces para dar lugar a lo nuevo primero hay que destruir lo viejo. Destruir aquellas imágenes que nos indignan y someten es un acto de liberación, al igual que dar lugar a nuevos símbolos nos alimenta y nos hace más fuertes en la lucha por una sociedad más justa. Además, los monumentos funcionan como bases materiales desde la cual se defienden ideas y derechos, sino recordemos lo que significó que los pañuelos blancos de las Madres de Plaza de Mayo pintados alrededor de la Pirámide fueran marcados de negro por parte de grupos que siguen hoy defendiendo la pasada dictadura.
La reflexión intelectual sobre los efectos de la monumentalidad (qué historia se construye para el presente, a quiénes se recuerda y a quiénes se olvida, qué valores refleja, etc.) aunque resulta fundamental, no responde a todas las cuestiones involucradas en tales actos. Muchas de estas acciones nacen desde los sentimientos (al fin y al cabo un monumento es un recordatorio de algo o alguien), de la necesidad anímica de no olvidar. Desde el mismo lugar parten los sentimientos de indignación y bronca ante el homenaje que se hace a gente como Falcón, Roca, Aramburu, Pedro de Mendoza y tantos otros.
Si bien a nivel estatal esta forma de recordar está asociado a la historia oficial, a la construcción del “bronce” de los padres de la patria, aquellos santos laicos que deben ser recordados con respeto y solemnidad; dentro del campo popular estos monumentos generalmente son construidos para homenajear a los muertos de la represión estatal - patronal, surgen de la voluntad de recordar a los compañeros caídos, de no permitir olvidar quien murió, por hacer qué y a manos de quién. En este sentido el recuerdo es también denuncia. Durante muchos años (antes de que la represión de la última dictadura cívico militar se incluyera como parte de la historia oficial del país) se colocaron placas recordatorias en lugares donde vivieron detenidos-desaparecidos. De alguna manera se colocaba una presencia allí donde había una ausencia. Murales recordando el anterior funcionamiento de centros clandestinos de detención o la desaparición de personas en lugares de trabajo se levantaron con igual sentido. Por ejemplo, en las paredes que circundan el predio del actual supermercado Wall Mart en Villa Pueyrredón -donde funcionó la fábrica textil Grafa, en Capital Federal-, se pintó un mural que recordaba a los trabajadores/as desaparecidos de aquella fábrica, aunque poco después el mural fue blanqueado por orden de la empresa (cuyo jefe de seguridad fue escrachado tiempo después por represor). Otros asesinados por la represión, esta vez en tiempos de democracia, también son recordados a través de intervenciones populares. Además del ejemplo de la estación Darío y Maxi, hay muchos casos más como en Cutral Có, donde un cartel renombra el puente que ahora se llama Teresa Rodríguez, el recuerdo a Francisco Escobar y Mauro Ojeda asesinados por la gendarmería en diciembre de 1999 en Corrientes; las tres cruces y placa de cemento en Gral. Mosconi recordando a los caídos en las puebladas del 2000. También en el microcentro porteño placas en el piso (que fueron varias veces removidas) recuerdan a los asesinados durante la represión al Argentinazo en diciembre del 2001.
Los peligros de los monumentos
Cómo decía Rodolfo Walsh, Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores, la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. Si esto es cierto, también lo es que recordar a los nuestros a través de las generaciones erigiendo monumentos en su nombre, entraña serios peligros que debemos tener en cuenta si nuestro propósito es continuar la lucha.
Al elevar hombres y mujeres sobre el resto podemos convertir a aquellos luchadores sociales en héroes tan lejanos, distantes e irreales como han sido los próceres de bronce de la Historia oficial. Igual puede suceder con jornadas de lucha popular y movimientos políticos que alejamos al idealizarlos y volverlos objetos de adoración. Hacer del recuerdo que denuncia una veneración solemne no puede más que hacer de nosotros mismos seguidores ciegos, transformando la crítica al orden vigente en aceptación dócil y sumisa. ¿Cuántos pueblos han sido explotados salvajemente mientras se erigían frente a ellos gigantescas estatuas en honor a las ideas más nobles?
Otro peligro que se pone en juego a la hora de construir monumentos, es la posibilidad de reducir los múltiples protagonistas de nuestras historias a una sola persona, quien resulta sobredimensionada mientras el resto es reducido a mero accesorio, a simples seguidores de individuos modelos. De ahí que procesos históricos complejos son vistos como el resultado de
la acción resuelta de un hombre o mujer, y la victoria de todo un movimiento el producto de la clarividencia de un solo individuo.
Pero además, debemos tener en cuenta que los monumentos por sí solo no salvan del olvido a nada ni a nadie. Como ya dijimos, los nombres de calles, las esculturas o murales pueden ser perfectamente ignorados por todos, perder su poder simbólico y volverse una figura convencional; de ahí a la destrucción física hay solo un paso. Otra forma de olvidar (más sutil y por lo tanto más peligrosa) es su apropiación por la ideología dominante, falseando su historia con el fin de utilizar su memoria para legitimarse en el poder.
En definitiva, las piedras, el mármol y el bronce no recuerdan ni eligen como ser utilizados, sino que quienes recordamos y damos sentido a los objetos somos los vivos, por eso depende de nosotros mantener la lucha por el significado y los efectos de aquellos monumentos, estando atentos ante los peligros que pueden implicar.
El fin de una historia

En la ciudad de Rosario se proyecta la inauguración de Forum Puerto Norte para el año 2011. Dicho emprendimiento es el primer paso hacia la creación del Puerto Madero rosarino y se asienta sobre las 4,5 hectáreas que ocupó la antigua refinería de azúcar (aquella donde fue asesinado Cosme Budislavich). El complejo contará con once edificios, unas trescientas viviendas cuyo valor arranca en los 2.000 dólares el m2 y contará, entre otros detalles, con mesadas de mármol de Carrara, guardería náutica propia, microcine con pantalla gigante, pileta climatizada de 20 metros y gimnasio modernamente equipado.
En declaraciones al diario La Capital de Rosario, la empresa anunciaba las obras de reciclado de la vieja refinería, que resguardarán el valor histórico, y comentaba que “estarán preservadas y destacadas las huellas políticas y culturales del movimiento anarquista que habitó ese mismo edificio hace un siglo, cuando funcionaba una humeante maltería. El mártir obrero Budislavich tendrá su lugar. Su energía flotará en ese espacio, aunque, se entiende, entre los nuevos habitantes no habrá ningún heredero de la misma clase social del mártir obrero.”
Triste e irónica historia la de Budislavich, quien fue asesinado brutalmente al luchar por sus derechos y luego olvidado a través de los años. Hasta que un buen día, como burla del destino, su recuerdo resurgió para convertirse en decorado fashion del último moderno barrio para millonarios.
Imposible no preguntarnos ¿Quienes recordarán nuestras historias como su pasado?